Ayer me decidí a ver la nueva película de Quentin Tarantino que, como bien saben, forma parte de ese proyecto de programa doble de películas que rememoran el estilo Grindhouse de los 70. Death proof, que así se llama el título en cuestión, dista mucho, tanto en temática como en planteamiento y resultado final, de la primera entrega, Planet terror, de Robert Rodriguez. Lo cierto es que no iba muy confiado, ya que mis expectativas con respecto a esta película no eran muy halagüeñas, pero lo que no entraba en mis posibilidades era la de marcharme de la sala con cierto malestar y, por qué no decirlo, cabreado y con la sensación de haber sufrido una tomadura de pelo. El otrora autor de magistrales diálogos y conversaciones que no representaban más que la rutina diaria (basta recordar la brillante discusión sobre las hamburguesas en Pulp fiction o sobre la metáfora oculta en la canción Like a Virgin de Madonna en Reservoir dogs) ahora se repite constantemente hasta agotar al espectador. Así, asistimos a un desfile verborreico, un concurso que premia al intérprete más chuleta y grosero, y que contiene la nada narrativa, mientras Tarantino da rienda a su vena más fetichista con el exhibicionismo natural de pies femeninos desnudos salpicado con primeros planos gratuitos de culos y calentamientos sexuales varios. Todo es marca de la casa, y el ombliguismo es realmente desasosegante (los homenajes al cine trash, el silbido de Kill Bill, los larguísimos e insulsos planos secuencia, la famosa "coñoneta"), Tarantino se repite más que un plato de fabada. Si hay algo que valorarle positivamente, eso es la filmación de las secuencias de acción (no se equivoquen, en total poco más de 20 minutos en total), sobre todo el espectacular accidente frontal, que como campaña de tráfico no tendría precio. Con una construcción básica, dividida en dos partes, Death proof evidencia su carencia de contenido en el sentido de contar una interesante historia en la primera hora, para después derrumbarse con un larguísimo y tedioso segundo acto, repitiendo esquemas, y que desemboca en un abrupto final que aún no acabo de descifrar. 117 larguísimos minutos de un film que con 80 habría dado los mismos resultados y que supone un autobombo y un canto al onanismo desesperante, aderezado con diálogos que sólo sirven para que los adolescentes memoricen y repitan cual loros idólatras, pero que trasladados a una narración fílmica, no provocan sino tedio y escapismo, de la sala. Ahora entiendo por qué se ha estrenado aquí como dos películas independientes. Yo, desde luego, no habría soportado tanto narcisismo.
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