lunes, septiembre 21, 2009

Malditos bastardos: Arriesgado nihilismo

Resulta totalmente innecesario, a día de hoy, hablar de las excelencias de la obra de Quentin Tarantino. Con una filmografía aún muy corta, es innegable que ha sentado cátedra en ámbitos como el estilo narrativo, la contención del tempo, la desdramatización de futuras escenas cruentas y sanguinarias o la utilización de la violencia en el cine como recurso cómico, creando referentes para jóvenes que lanzan al mercado sus primeras propuestas fílmicas. No obstante, no estamos ante un innovador (Sam Peckinpah sí revolucionó la forma de plasmar la violencia en pantalla), sino ante un alumno aventajado que sabe refundir muchas influencias pretéritas en un producto nuevo y otorgarle un valor distinto al original.

Tras el traspiés que supuso Death proof, tanto a nivel de crítica como de público, por su excesivo ombliguismo y su vacuidad literaria, Tarantino se atreve con la Segunda Guerra Mundial, pero no al uso, de corte épico y grandilocuente, sino adaptándola a su particular visión. Desgraciadamente, el realizador busca desesperadamente la película que vuelva a otorgarle la calificación de "revolucionario" del cine, como sí consiguió con Pulp fiction, y ni el desequilibrado díptico misceláneo de Kill Bill, ni el estrépito de Death proof, ni esta descompensada "Malditos bastardos" le volverá a hacer ser mercedor de tal distinción. Y es que, a pesar de cambiar el escenario, las mismas premisas están presentes en su nuevo proyecto. Tomando muchos referentes, como el spaghetti western, el cine europeo bélico de los 60 y 70, el evidente homenaje a "Doce del patíbulo" y un elenco de actores convicente (encabezados por Cristoph Waltz, en absoluto estado de gracia), Tarantino fantasea, de nuevo a través de perspectivas formalistas y excesivos diálogos, brillantes, pero absolutamente fuera del contexto fílmico, con un cambio de rumbo radical a la Historia contemporánea.

En esta ocasión no hay fragmentación y posterior desordenación secuencial, de modo que el espectador no se verá abocado a resolver al puzzle composivo que el director le plantea. La linealidad que recorre el metraje, unido a esa división en cinco capítulos, no logra sino acrecentar la sensación de hieratismo y tedio en determinadas secuencias (como el cuarto capítulo, totalmente innecesario, aunque Tarantiniano al 100%). Por otro lado, y como ya ocurriera en su anterior film, los destellos de brillo y savoir faire son intermitentes (es el caso del primer y quinto capítulos, narrados , en el caso del primero, con un sobresaliente, y Leoneano, sentido del suspense, mientras que el quinto fluctúa entre la comedia (esos falsos italianos son tronchantes) y el fatalismo ejemplificado en forma de incendio, con un añadido moral (el asesino queda marcado de por vida). Un análisis global del film invita a reflexionar sobre la discutible necesidad de dilatar hasta el hastío determinadas secuencias, especialmente en el caso que nos ocupa, ya que la estructura argumental, simple y escueta, no puede soportar tal cantidad de diálogos sin rumbo ni dirección y que parecen alargar sin fin el metraje tan sólo con la única finalidad de demostrar, por parte del director americano, su valía como escritor, algo que, a estas alturas, parece redundante e innecesario.

Con todo, Tarantino vuelve a demostrar su afición por las películas descatalogadas, por la montaña de películas de saldo del videoclub, y lo traslada a un guión propio, con un uso singular de la música, impredecible aunque eficaz, pero vuelve a ahondar, llegando a ser reiterativo, en los recursos que en el pasado le concediesen la distinción de enfant terrible del cine. Hoy Tarantino no tiene que demostrar nada, y tan execrable es el fanatismo exacerbado como la persecución a rajatabla, por lo que "Malditos bastardos" no supone su obra maestra ni su descenso a los infiernos. Tan sólo estamos ante un film peculiar, fugazmente sobresaliente, pero excesivo y anárquico en sus postulaciones narrativas. Distinción sí, pero no a cualquier precio.

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