Resulta reconfortante asistir a las salas de cine y, de vez en cuando, toparte con alguna película que, sin levantar la más mínima expectativa y, en ocasiones, de espaldas a los circuitos comerciales, consigue atrapar el interés del espectador e incluso reivindicar la válía del film en cuestión. Este es el caso de "El tren de las 3:10 a Yuma", remake (o podría decirse aspirante a remake) del clásico de 1957 de Delmer Daves que interpretara Glenn Ford. Y es que, teniendo en cuenta el moribundo estado de un género antaño de prestigio y sobreexplotado como es el del western, cuanto menos resulta meritorio que hoy en día un director se atreva a emplear celuloide en una película que rinde tributo al legandario "cine de vaqueros".
Los dos pilares fundamentales del film, y que sirven como reclamo publicitario, son Russell Crowe y Christian Bale (al que podemos ver por duplicado en la cartelera con su "El caballero oscuro"). Sin duda, y quizás sería lo más fácil, lo mejor de la película es la interpretación de ambos y sus duelos, concretizados en sutiles y penetrantes cruces de miradas y unas frases milimétricamente medidas. Pero no todo queda en la labor actoral protagonista, extraordinariamente secundada por un Peter Fonda que se desquita de su última aparición en ese bodrio supino titulado "El motorista fantasma" (y es que, amigos, el ser humano tiene que comer a diario). El director del film, el veterano y más que correcto James Mangold, se toma su tiempo para encuadrar la historia, presentar y perfilar personajes, para luego sumergir al espectador en la esperada road movie con todos los ingredientes característicos (indios, códigos de honor, duelos, etc.) con un vibrante sentido del ritmo y un savoir faire que denota conocimiento del género. No falta, por supuesto, el eterno mensaje de lealtad y equilibrio entre el bien y el mal que puebla todo western, esa eterna lucha contra la opresión, la unión de la familia y las dificultades para salir adelante ante el pillaje y el gusto por lo ajeno de aquellos que infrinjen la ley.
Mangold no evita, conscientemente, caer en el homenaje y en las influencias de lo que algunos vinieron a denominar la adulteración del western, esto es, el spaghetti western, y ello se refleja en sus formas, en alguno de sus pasajes, y, sobre todo, en la música, que corre a cargo de Marco Beltrami y que rezuma evidentes ecos "morriconianos", firmando una partitura solvente, airosa y que encaja con inteligencia en el metraje, y que se acentúa de forma progresiva a la vez que la película, estructurada como un crescendo hasta la catarsis final, seca, directa y totalmente elocuente, a pesar de su parquedad de palabras.
Aunque "El tren de las 3:10 a Yuma" no consiga revitalizar el género del western, sí que debe considerarse como una de aquellas películas circunscritas al western contemporáneo ("Sin Perdón", Open Range, Silverado, "El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford") que ayudaron a mantener viva la llama de una disciplina cinematográfica que vivió tiempos mejores y que hoy, por la circunstancia que sea, no consigue transmitir su mensaje ni al espectador, ni a los productores.
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