Aún me encuentro en un cierto estado de catatonia al comprobar, tras la brillante victoria de la selección española en el campeonato de Europa, la capacidad de realizar cosas imposibles que algo tan trivial como es el fútbol puede conseguir. Cuando aún resuenan de fondo (y ya han pasado más de 24 horas) algún que otro claxon y esporádicos gritos un tanto afónicos de aliento, no puedo dejar de asombrarme ante las imágenes a las que he podido asistir desde el comienzo de la competición, y que se han agravado hasta extremos insospechados estos últimos días. Gente de toda clase, edad y naturales de cualquier lugar recóndito de este bendito país unidos bajo un lema común, y lo que es más sorprendente, una bandera común. Cuando hace menos de una semana que el Sr. Ibarretxe reincidió en su plan independentista, aunque él trate de cobijarlo bajo el sobrenombre de "plan de autodeterminación", las escenas de unión nacional, los cánticos del orgullo de ser español y el ondeo de banderas monárquicas españolas se repiten una y otra vez en televisión, sin crispaciones ni polémicas que enturbien el furor popular y casi lo locura generalizada.
Hace dos días este tipo de actos eran calificados como de "fachas", y hoy se ve como algo normal. Los gestos patrióticos que pocos se atreven a exhibir en su vida diaria ahora son manifestados sin pudor alguno, y son alentados y aplaudidos por la masa popular. La vergüenza se queda en casa, y es que lo que no haga el fútbol (opio del pueblo donde los haya) no lo consigue nadie.
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