Las noches de Halloween de los últimos años han servido no sólo como exaltación de una de las fiestas yanquis por antonomasia que celebra no se sabe bien qué, sino también como plataforma de lanzamiento y posterior expansión de una saga adscrita al (defenestrado) género de terror que comenzó con aires prometedores y que, con el paso de las posteriores entregas, ha devenido en un macabro pulso al aguante físico y psicológico al espectador, perdiendo todo su espíritu primigenio. Pocas sagas han sufrido tal grado de sobreexplotación, Viernes 13, Pesadilla en Elm Street, Halloween han sido vivos y vergonzantes ejemplos de un vacuo aprovechamiento de una seña de identidad en pos de un rédito económico a costa de la calidad y la lógica racional.
Saw VII se publicita como el cierre de la saga, y se agarra firmemente a la última moda del 3D, medida antipiratería de la que algunos alardean bandera en mano, y que imprime un halo efectista y poco amable con el resultado general de las películas, al tratarse, salvo la honrosa excepción de Avatar, de una tridimensionalidad impostada y en absoluto necesaria para la narración fílmica. La séptima entrega de la exitosa, a nivel exclusivamente económico, de la franquicia iniciada como un vehemente ejercicio de guión, trata de salvar los muebles, de poner parches a un queso emmental, de arreglar el desaguisado conformado por las cuatro, y si me apuran, cinco entregas anteriores, en las que las sucesivas escenas de tortura y crueldad humana se simultaneaban con verdaderas catástrofes resolutivas en el guión. En este sentido Saw VII, dentro de su inoperancia y su talante redentor, funciona a medio gas, debiendo el espectador ser excesivamente indulgente y tolerar, por el camino, una nimiedad que los guionistas han venido a denominar argumento y que se ahoga en su propia simplicidad y su esquematismo galopante. Poco ayudan a elevar el tono las bochornosas interpretaciones de algunos actores, más interesados en cobrar el cheque que en dejar patente su valía artística.
Saw VII pone al límite la sensibilidad y raciocinio del espectador, que se ve obligado en más de una ocasión a apartar la mirada de la pantalla, al asistir a un espectáculo circense con ínfulas sádicas y gratuitas que le empuja a reconsiderar por qué decidió pasar por taquilla. A medida que se han ido sucediendo las distintas entregas, el nivel de brutalidad y ensañamiento ha ido aumentando, y la explicitud en lo meramente sanguinario se ha erigido como protagonista substitutivo ante la ineptitud de poder hilar una historia mínimamente coherente y atractiva, algo que ha tocado techo con este aparentemente último capítulo (cosa que no me acabo de creer). La saga se cierra, o eso dicen, con un triple salto mortal que eleva a la enésima potencia el grado de casquería y despiece hasta tornarse en una macabra, y no apta para estómagos sensibles, exposición enfermiza de torturas y sometimiento sin objetivo ni fin específico. Ante la falta de argumentos, efectismo, esa es la consigna.
Películas como la trilogía de Posesión infernal, el cine zombi de George A. Romero o de Lucio Fulci, e incluso la mediocre y reciente Zombis nazis hacen uso de un gore blanco, utilizado como arma cómica, casi autocrítica, de momentáneo efecto en el espectador, pero las últimas entregas de Saw se limitan al juego del gato y al ratón mientras en la sala contigua se despiezan, con todo lujo de detalles, los incautos y caprichosos personajes que caen en manos del malvado Puzzle, logrando el rechazo en el espectador pero por su puro artificio, su carácter manipulador y su carencia, más allá de lo estético y arquetípico, de recursos de peso que convenzan a un espectador cansado de ser salpicado con sangre ajena.