Da gusto inaugurar un nuevo año dejando atrás malas experiencias cinematográficas pretéritas y asomarse a un nuevo ejercicio en el que, a la primera de cambio, aparece un filme que no te deja indiferente y que invita a la reflexión. Es el caso de la última propuesta del director (con mayúsculas) Michael Haneke, autor de obras tan variopintas como Funny games, Código desconocido, El tiempo del lobo o Cache.
Sin profundizar sobre la sinopsis de la película, pues considero que cada paso que da, argumentalmente hablando, debe ser descubierto de forma virginal por el espectador, La cinta blanca es una indiscutible candidata (y si nada se tuerce, ganadora), del próximo Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Nos situamos en un pequeño poblado alemán, poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Haneke se dedica, con fino y milimétrico sentido descriptivo, a perfilar una serie de personajes que, tras su piel de cordero, esconden secretos inconfesables, misterios ocultos, y una personalidad oscura e, incluso, repulsiva. No falta ningún estamento en esta pequeña gran joya, desde la acomodada aristocracia terrateniente, pasando por la Iglesia, el médico, hasta llegar al pueblo llano, campesino, sin olvidar la figura de la ninguneada mujer y los adoctrinados niños. Todos ellos configuran un rico, a la vez que estremecedor, fresco que sirve a un atroz mensaje de fondo y que Haneke maneja, cual marionetista, con sabia agilidad y profundo sentir psicológico, sin necesidad alguna de caer en la morbosidad, mediante un dominio encomiable del fuera de campo.
La cinta blanca contiene secuencias memorables y, a pesar de su duración (dos horas y media) y de su ritmo pausado, heredero del cine Bergman, Tarkovsky o Dreyer, invita a su revisionado, ya que en ningún momento deja de suministrar información a un espectador que asiste anonadado e impotente al nacimiento de un sentimiento racial e ideológico que dejaría tristes frutos años más tarde. Elegancia y estilo se dan la mano en este film que aspira a un público exigente, maduro y con ánimo de volver cine en estado puro.
Sin profundizar sobre la sinopsis de la película, pues considero que cada paso que da, argumentalmente hablando, debe ser descubierto de forma virginal por el espectador, La cinta blanca es una indiscutible candidata (y si nada se tuerce, ganadora), del próximo Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Nos situamos en un pequeño poblado alemán, poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Haneke se dedica, con fino y milimétrico sentido descriptivo, a perfilar una serie de personajes que, tras su piel de cordero, esconden secretos inconfesables, misterios ocultos, y una personalidad oscura e, incluso, repulsiva. No falta ningún estamento en esta pequeña gran joya, desde la acomodada aristocracia terrateniente, pasando por la Iglesia, el médico, hasta llegar al pueblo llano, campesino, sin olvidar la figura de la ninguneada mujer y los adoctrinados niños. Todos ellos configuran un rico, a la vez que estremecedor, fresco que sirve a un atroz mensaje de fondo y que Haneke maneja, cual marionetista, con sabia agilidad y profundo sentir psicológico, sin necesidad alguna de caer en la morbosidad, mediante un dominio encomiable del fuera de campo.
La cinta blanca contiene secuencias memorables y, a pesar de su duración (dos horas y media) y de su ritmo pausado, heredero del cine Bergman, Tarkovsky o Dreyer, invita a su revisionado, ya que en ningún momento deja de suministrar información a un espectador que asiste anonadado e impotente al nacimiento de un sentimiento racial e ideológico que dejaría tristes frutos años más tarde. Elegancia y estilo se dan la mano en este film que aspira a un público exigente, maduro y con ánimo de volver cine en estado puro.
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