Estos días, y debido a un proceso vírico que estoy atravesando, me encuentro obligado a estar recluido en el hogar, lo que implica, necesariamente, una mayor recepción (que no atención) de televisión. Será la naturaleza reincidente y estúpida del hombre, pero el hecho es que el masoquismo, en gran parte, nos gusta. Para más inri, me estoy fijando en la calidad de los anuncios (fíjese el grado de aburrimiento al que estoy llegando a alcanzar), género este al que antaño no le prestaba la más mínima atención. Pues bien, entre toda esta maraña consumista que se cuela en la parrilla televisiva en forma de cortometrajes o micrometrajes, he podido constatar que hay vida más allá de los anuncios del mayordomo con el algodón o la pija de turno con sus bombones de lujo. Reirse de uno mismo es sabio, y recomendable, e incluso puede servir para promocionar, aunque sea de forma indirecta, un producto, y si no, atención al video:
Claro que siempre está el otro lado (el oscuro o el nítido, según se mire), donde todo vale, y lo que importa es la promoción, aunque realmente el espectador lo único que ha logrado es repudiar el anuncio y, en absoluto, recordar la dichosa marca. Aquí el ejemplo:
Y hasta aquí las lecciones de Coco sobre ética publicitaria. Hasta otro día, más y probablemente peor.
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