Independientemente de la catadura moral con la que se juzgue el plano personal del realizador Roman Polanski, lo que es incontestable es su habilidad para plasmar en la gran pantalla las interioridades humanas y hacer aflorar los demonios que la raza humana posee, de forma inconsciente, por naturaleza, como ya plasmara en obras como "La muerte y la doncella", "Repulsión", "El quimérico inquilino" o "La semilla del diablo". Con "Un dios salvaje" se ha aferrado a las formalidades teatrales que imponen la unidad de tiempo y espacio, con sumo riesgo pero con excelso acierto. Polanski logra una maratón ascendente que evidencia las carencias humanas y el juego de las apariencias y la presuntuosidad merced a unos personajes en estado de gracia (con especial atención a Christoph Waltz) y a una dosificación milimétrica del timing y el lenguaje cinematográfico. Limitada en sus hechuras, pero resuelta con desparpajo y precisión, "Un dios salvaje" flirtea con la comedia con la rabia contenida y un mensaje aplastante de fondo, donde cada plano, cada situación y cada frase resulta coherente y los silencios resultan de lo más expresivo. Cine de actores, de grandes actores, dirigidos por la mano maestra de un genio que nunca dejó de serlo.